sábado, 18 de marzo de 2017

UN ZAPATO PERDIDO (O cuando las miradas saben mirar)

La exclusión ha perdido poder para producir espanto e indignación en la sociedad.  Ni siquiera la universalización de la escolaridad básica disminuye esta exclusión, pues la solución radica en el ataque a las causas.  Ante este panorama, el autor confía a la escuela democrática una función crucial: contribuir a volver visible lo que la mirada normalizadora oculta.

Autor: Pablo Gentili

Aquella mañana salí con Mateo, mi hijito, a hacer unas compras.  Las necesidades familiares eran eclécticas: pañales, disquetes, el último libro de Ana Miranda y algunas botellas de vino argentino, difíciles de encontrar a buen precio en Río de Janeiro.  Al cabo de algunas cuadras, Teo se durmió plácidamente en su cochecito.  Mientras él soñaba con alguna cosa probablemente mágica, percibí que uno de sus zapatos estaba desatado y a punto de caer.  Decidí  sacárselo para evitar que, en un descuido, se perdiera.  Pocos segundos después, una elegante señora me alertó: “¡Cuidado!, su hijo perdió un zapatito”.  “Gracias – respondí-, pero yo se lo saqué.”  Más adelante, el portero de un edificio de garaje movió su cabeza en dirección al pie de Mateo, diciendo en tono grave: “El zapato”.  Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento, continué mi camino. Antes de llegar al supermercado, al doblar la esquina de la Avenida Nossa Señora de Copacabana y Rainha Elizabeth, un surfista igualmente preocupado con el destino del zapato de Teo dijo: “Oí, mané, tu hijo perdió la sandalia”. Erguí el dedo nuevamente y sonreí agradeciéndoselo, ya sin tanto entusiasmo.  La supuesta pérdida del zapato de Mateo no dejaba de generar muestras de solidaridad y alerta. Al llegar a nuestro departamento, João, el portero, con su habitual histrionismo, gritó despertando al niño: “¡Mateo, tu papá perdió de nuevo el zapato!” 

El malestar de los profundos contrastes

Una vez a resguardo de las llamadas de atención, comenzó a invadirme una incómoda sensación de malestar.  Río de Janeiro es un territorio de profundos contrastes, donde el lujo y la miseria conviven de forma no siempre armoniosa.  Mi desazón era, quizás, injustificada: ¿qué hace del pie descalzo de un niño de clase media motivo de atención en una ciudad con centenares de chicos descalzos, brutalmente descalzos? ¿Por qué, en una ciudad con decenas de familias que viven a la intemperie, el pie superficialmente descalzo de Mateo llamaba más la atención que otros pies cuya ausencia de zapatos es la marca inocultable de la barbarie que supone negar los más elementales derechos humanos a millares de individuos?. La pregunta me parecía trivial.  Pero fui percibiendo que encerraba cuestiones centrales sobre las nuevas (y no tan nuevas) formas de exclusión social y educativa vividas hoy en América Latina.

Reconocer o percibir acontecimientos es una forma de definir los límites arbitrarios entre lo “normal” y lo “anormal”, lo aceptado y lo rechazado, lo permitido y lo prohibido.  De allí que, mientras es “anormal” que un niño de clase media ande descalzo, es absolutamente “normal” que centenares de chicos deambulen sin zapatos por las calles de Copacabana pidiendo limosna.  La “anormalidad” vuelve los acontecimientos visibles, cotidianos, al tiempo que la “normalidad” tiene la facultad de ocultarlos.  En nuestras sociedades fragmentadas, los efectos de la concentración de riquezas y la ampliación de miserias se diluyen ante la percepción cotidiana, no sólo como consecuencia de la frivolidad discursiva de los medios de comunicación de masas, sino también por la propia fuerza que adquiere aquello que se toma cotidiano, “normal”.

La exclusión es, hoy, invisible a los ojos.  Y la invisibilidad es la marca más visible de los procesos de exclusión en este milenio que comienza.  La exclusión y sus efectos están ahí.  Son evidencias crueles y brutales que nos enseñan las esquinas, comentan los diarios, exhiben las pantallas.  Pero la exclusión parece haber perdido poder para producir espanto e indignación en una buena parte de la sociedad.  En los “otros” y en “nosotros”.

La selectividad de la mirada cotidiana es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es un pie que perdió el zapato. El otro es un pie que, simplemente no existe. Nunca existió ni existirá. Uno es el pie de un niño. El otro es el pie de nadie.

La exclusión se normaliza y, así, se naturaliza. Desaparece como “problema” y se vuelve sólo un “dato”, que, en su trivialidad, nos acostumbra a su presencia y nos produce una indignación tan efímera como lo es el recuerdo de la estadística que informa del porcentaje de individuos que viven por debajo de la “línea de pobreza”.  [En Brasil, casi un tercio de la población, unos 50 millones de personas, vive en la indigencia, tiene un ingreso mensual inferior a 32 dólares y no consume el mínimo de calorías diarias recomendado por la Organización Mundial de la Salud.  Según datos recientes de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para la América Latina (CEPAL) (2000), en América Latina hay 220 millones de pobres, más de la mitad de ellos son niños, niñas y jóvenes. Tener menos de doce años y no ser pobre es una cuestión de suerte: casi el 60% de la población en ese grupo de edad lo es.  Datos que, en rigor, a todos indignan, pero que casi nadie recuerda.]

En nuestras sociedades fragmentadas, los excluidos deben acostumbrarse a la exclusión. Los no excluidos, deben acostumbrarse a la exclusión. Los no excluidos, también.  Así, la exclusión se desvanece en el silencio de los que la sufren y de los que la ignoran… o la temen.

La selectividad de la mirada temerosa es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos.  Uno es el pie de un niño. El otro, el pie de una amenaza. (La mirada insegura es blanca.  El pie de nadie, el que amenaza, negro)

Sin embargo, el miedo no nos hace ver la exclusión, sólo nos conduce a temerla. Y el temor es siempre aliado del olvido, del silencio, y aquí – en el Sur- es, casi siempre, un subproducto de la violencia, cuya vocación es volverse invisible para los que la sufren o presentarse de forma edulcorada en los discursos de las élites que la producen (Pinheiro, 1998).

La selectividad de la mirada desmemoriada es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es el pie de un niño. El otro, un obstáculo.

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