martes, 11 de abril de 2017

El impactante video que plantea cómo se destruye la creatividad de los niños

Fuente: Infobae.



Un proyecto español, ganador del Goya 2016, se centra en la necesidad de que los padres permitan que sus hijos dejen volar su imaginación como complemento de lo adquirido en la escuela. El video de un éxito que tiene más de 5 millones de reproducciones

"La educación infantil para niños menores de 7 años está excesivamente centrada en lo que sucede en la escuela: la lectura, la escritura y el aprendizaje de inglés". Las palabras son de Daniel Martínez Lara, director español de cine que logró más de 5 millones de reproducciones con su corto Alike, publicado en canales masivos como YouTube y Vimeo.

El cortometraje que dura 8 minutos plantea la relación de un padre (Copi) y su hijo (Paste), en medio de una vorágine de reglas establecidas y normas que impone la rutina. Al convertirse en padre, el director Daniel Martínez Lara empezó a plantearse qué es lo que más conviene a los hijos en sus primeros años de vida. El relato, protagonizado por personajes lo más asexuados posible y sin raza concreta y ambientado en un lugar sin patria definida, intenta ser universal en todos los sentidos.

"Los conocimientos adquiridos en la escuela son muy importantes, pero quizá a esa edad deberían estar aprendiendo a ser creativos, a cómo vivir en grupo y otros valores más necesarios que saber los números en inglés", señaló Martínez.

En la historia expuesta, Alike plantea una reflexión que no conoce fronteras y que, sin buscar adoctrinar, sí tiene como objetivo remarcar la importancia de las relaciones familiares, atendiendo los reclamos y necesidades de los niños, quienes muchas veces expresan sus sentimientos y pensamientos de modo poco ortodoxos.

Alike ganó el Goya como mejor cortometraje de animación de 2016, aunque por ese entonces las visitas al material eran escasas. "En ese momento nos felicitaban por haber ganado un premio; ahora que la gente ha podido acceder a la película, nos felicitan por su calidad", apunta Rafael Cano Méndez, quien acompañó a Martínez en la dirección del corto español.

En España, el corto se ha cedido a la base de datos del Ministerio de Educación para que los profesores puedan acceder a él de forma gratuita y se lo muestren a sus alumnos. "Era una forma de prolongar ese sentimiento de comunidad que nos hemos encontrado en Internet", comentan los dos padres del proyecto.


Una profesora en el espacio

Si, una profe en espacio. No, no es una locura. O si lo fue, mejor dicho. Ya todos sabemos el trágico final. Sin embargo, cuando la vida te va trasladando de casillero en casillero uno puede llegar a ver los acontecimientos desde otra perspectiva. Ahora soy una profesora, igual que lo fue Christa McAuliffe.
Y me pregunto: ¿Por qué querer ir al espacio? 
O tal vez debería preguntarme ¿Para qué?...

"Al convertirse en la primera maestra en el espacio, McAuliffe tenía un plan de clase todo listo para enseñar al mundo en 1986. Millones de niños se han preparado para las lecciones en vivo y grabadas desde el espacio, pero nunca tuvieron la oportunidad."


¿Para qué? Para enseñar. Con la salvedad que Christa iba a cambiar de aula. Ella iba a cambiar las cuatro paredes blancas de algún instituto de los Estados Unidos por las paredes negras infinitas del universo: Tengo una visión del mundo como una aldea global, un mundo sin fronteras. ¡Imagina un profesor de historia que hace historia!” 



La vocación es algo que se ve y se siente. Y lamentablemente hoy, es una palabra que muchos la usan para defenestrar a los docentes. La ausencia de ésta es un prejuicio a viva voz y muchos parecen señalarnos con el dedo diciendo frases como "los docentes de hoy no tienen vocación". Pero lo que la gente no sabe es que eso que llaman docentes no es una masa homogénea e indivisible. Somos personas. Cada una con nuestra propia historia. Cada una con la posibilidad de hacer nuestro mejor trabajo poniendo nuestro mejor esfuerzo. Por eso, cuando hay nombres que resaltan por encima de otros, cuando hay experiencias que se transforman en ejemplo, cuando hay personas que superan sus miedos e inseguridades en pos de pensar en el futuro (de pensar en ellos, los estudiantes) entonces, creo yo, hay vocación.

Un alumno que vivió este acontecimiento extraordinario relata así sus impresiones (Fuente- El mundo)

PABLO JÁUREGUIMADRID.-
Nunca olvidaré aquella espeluznante bola de fuego en la que se convirtió el 'Challenger' el 28 de enero de 1986, pocos segundos después de su lanzamiento.
En ese momento yo tenía 13 años, y llevaba viviendo en Estados Unidos desde 1980, cuando mi familia se mudó de Madrid a Los Angeles porque mi padre -el antropólogo José Antonio Jáuregui- inició su etapa como profesor en la Universidad del Sur de California. Aquella misión de los shuttle había generado una impresionante expectación a lo largo y ancho del país, pero sobre todo en las escuelas, ya que por primera vez iba a volar al espacio una ciudadana de a pie, y la elegida era una maestra soñadora de New Hampshire llamada Christa McAuliffe.
Desde hacía semanas, en todas las aulas estadounidenses, los alumnos habíamos sido bombardeados por nuestros profesores con lecciones y discursos sobre esta «heroína ejemplar de América». McAuliffe había sido seleccionada entre unos 12.000 candidatos para convertirse en la primera astronauta amateur del programa Teachers in Space (Maestros en el Espacio), un proyecto inventado por la Administración de Ronald Reagan para revitalizar el decadente programa espacial estadounidense. El objetivo era recuperar como fuera el heroísmo grandioso de los tiempos del programa Apollo, y acercar la exploración espacial a toda la sociedad, mediante la participación de 'ordinary people', americanos corrientes como la profe Christa McAuliffe, en la conquista del cosmos.
¿Quién se acordaba ya de los tiempos gloriosos del "gran paso para la Humanidad" que dio Neil Armstrong sobre la Luna, y de aquellos discursos apoteósicos del presidente Kennedy, cuando dijo que los americanos se habían embarcado en esa aventura «no porque es fácil, sino precisamente porque es difícil»? El espacio había perdido buena parte de su dimensión épica, pero la carismática figura de Christa McAuliffe, que quería ver la Tierra desde el espacio «para poder contárselo a todos los alumnos de América», había inyectado una nueva dosis de heroísmo a las misiones de la NASA.
Teniendo en cuenta este intenso sentimiento de adoración colectiva que se había generado en todos los colegios del país hacia la valiente maestra y sus seis compañeros del 'Challenger', el impacto que tuvo la explosión del transbordador, retransmitida en directo por todas las televisiones, fue demoledor. Tras poco más de un minuto durante el que todos aplaudíamos y gritábamos de júbilo porque Christa había iniciado con éxito su odisea en el espacio, llegó el tremebundo estallido de llamas, humo, aullidos de pánico...y luego silencio, un silencio sepulcral en la plataforma de Cabo Cañaveral, donde estaban el marido y los dos niños -de seis y nueve años- de la maestra astronauta, que habían ido allí para verla viajar a las estrellas en primera fila.
El mismo silencio que se apoderó de mi aula californiana, y seguro que de todas las aulas de América, al ver la nave de nuestra heroína reventar en el cielo de Florida. En aquel momento, todos enmudecimos, con intensos nudos en la garganta y lágrimas en los ojos, ante la brutal obviedad de una muerte inmediata que nos parecía insoportablemente injusta y cruel.
Recuerdo también la estupefacción, e incluso la indignación, con la que nos miramos todos cuando ese dramático silencio fue interrumpido por las lacónicas palabras pronunciadas con total frialdad por un controlador de la NASA poco después de la explosión: «Houston, obviously we have a major malfunction», algo así como «Houston, obviamente tenemos un problema muy grande».
Pues sí, Houston evidentemente tenía un problema muy grande, tan grande como que su plan para resucitar los días gloriosos de la NASA había volado por los aires en cuestión de 73 segundos, convirtiendo en mártires involuntarios a seis profesionales del espacio y la primera civil que quiso conquistar el cosmos en nombre del pueblo llano.

Durante toda aquella triste jornada, en mi colegio -y supongo que en la mayoría de las escuelas estadounidenses- se suspendieron todas las clases y actividades ordinarias. Al igual que cinco años antes, cuando un desequilibrado intentó asesinar a Ronald Reagan, los alumnos nos pasamos todo el día viendo una y otra vez las terroríficas imágenes del accidente, escuchando las explicaciones de los técnicos de la NASA, escribiendo redacciones sobre cómo nos había impactado lo ocurrido, y emocionándonos de nuevo cuando el presidente se dirigió a «todos los niños de América» para decirnos que aunque «no es fácil entenderlo, a veces pasan cosas tan dolorosas como ésta»Este es, nos dijo, el precio que tiene que pagar el ser humano «para ampliar sus horizontes», el peaje inevitable de «la exploración y el descubrimiento». Esa fue la última, noble lección que nos dio a todos aquella mañana la profesora Christa McAuliffe.
No dejo de pensar en ella desde que vi un documental en History sobre el accidente. Reconozco que, desde que tengo memoria, capta más que mi atención todo lo relacionado con es espacio, el cosmos o el universo . Desde otro lado, porque soy profe de Lengua y Literatura, no de historia o de ciencias. Es que a mí me apasionan los cuentos de ciencia ficción. De hecho, uno de mis libros preferidos es "El hombre ilustrado" de Ray Bradbury donde se encuentra uno de mis cuentos favoritos. Desde ese entonces, no dejo de pensar qué visión tenía el mundo sobre el "docente" en ese entonces (porque queda claro qué visión tenía Christa del mundo, ¿No?).  Reagan lo ha definido muy bien: una persona ordinaria -un docente- que por una de esas cosas de la vida se gana la oportunidad de viajar al espacio pero que nunca llega porque muere cuando explota la nave a segundos del lanzamiento, sería algo así como el precio que debe pagar el ser humano para ampliar sus horizontes, peaje inevitable de la exploración y el descubrimiento.

Todos sabemos que la NASA, creación de yankilandia, tiene dos caras. Son como dos cosmovisiones. Una, la épica que está repleta de carreras ganadas y hazanas logradas. La otra, la realista que está repleta de secretos escondidos e impericias (Este accidente fue provocado por el congelamieno de una parte de la nave que no fue supervisada antes del despegue o el hecho de que la muerte de varios astronautas en las pruebas y los entrenamientos durante la carrera espacial vs. Rusia pudo haberse evitado). En la primera, Christa es una heroína. En la segunda, una vida más (y que no importa mucho) que se pierde a favor de un bien común y mayor.



Tal vez, no seamos ni héroes ni vidas que se sacrifican. O tal vez seamos todo esto. Pero cuando me pregunto qué significa ser docente no puedo dejar de pensar que somos personas que tenemos la dicha de alimentarnos de lo ordinario para poder construir algo extraordinario.

Por eso, sí, Christa es una heroína como lo son un montón de otros docentes que pululan por el mundo recolectando los ingredientes para cocinar el futuro. Sólo que éstos son más terrestres y nunca viajarán al espacio a dar clases (o tal vez metafóricamente, sí, quién puede saberlo)

¿Por qué, entonces, ser docente hoy? Porque tenemos una semilla plantada en nuestro interior. Porque somos heroes a nuestra manera. O por qué no, señor Reagan que en paz descanse, porque somos el precio que debe pagar el ser humano para ampliar sus horizontes.

¿Para qué ser docente en un mundo sin futuro, para qué ser docente a pesar de la NASA, a pesar de Reagan, a pesar de cualquiera que no crea en nosotros?. Para dar a conocer el mundo entero a los niños y jóvenes de nuestro planeta (ya sea la superficie terrestre o el espacio sideral, como lo quiso hacer Christa) :)

Me despido por hoy, con una frase de Christa:


Muy cierta por cierto. No debemos arar, como docentes, de plantarles sueños a nuestros estudiantes. De sueños se alimenta la vida. Sin sueños, morimos.

Y por último, les dejo el cuento al que hacía referencia más arriba, el de Ray Bradbury. Espero que les guste


El hombre del cohete



—Me ayudarás, ¿no es cierto? No quiero que se vaya otra vez.
—Haré lo posible —le dije.

—Por favor. —Las luciérnagas lanzaban unas móviles lucecitas sobre el rostro pálido—. No puede volver a irse.

—Bueno —dije, deteniéndome un momento—. Pero todo será inútil.

Mamá se fue y las luciérnagas volaron detrás, con el brillo de sus circuitos eléctricos, como una constelación errante, enseñándole el camino entre las sombras. Aún oí que decía, débilmente:

—Hay que intentarlo.

Otras luciérnagas me siguieron a mi cuarto. Cuando el peso de mi cuerpo cortó el flujo de energía en el interior de la cama, las luciérnagas se apagaron. Era medianoche, y mamá y yo esperamos en nuestros cuartos, en nuestras camas, separados por la oscuridad. La cama me acunó, cantando suavemente. Apreté un botón. El canto y el balanceo pararon. Yo no quería dormirme. No, de ninguna manera.

Esa noche no era distinta de muchas otras noches. Nos despertába- mos y sentíamos que el aire fresco se calentaba, sentíamos el fuego en el viento, o veíamos que las paredes se encendían unos segundos, con un color brillante, y sabíamos entonces que su cohete pasaba sobre la casa... Su cohete, y los robles se balanceaban a su paso. Yo seguía acostado con los ojos abiertos, y el corazón palpitante; y mamá seguía en su alcoba. Su voz llegaba hasta mí a través de la radio.

—¿Sentiste?

Y yo le respondía:

—Sí, era él.

Era la nave de papá, que pasaba sobre el pueblo, un pueblo pequeño adonde nunca venían los cohetes del espacio. Mamá y yo nos quedábamos despiertos las próximas dos horas pensando: “Ahora papá ate- rriza en Springfield; ahora camina por la pista; ahora firma los papeles; ahora sube al helicóptero; ahora pasa sobre el río; ahora sobre las colinas; ahora el helicóptero desciende en el aeropuerto de Green Village, aquí...”. Y ya había pasado la mitad de la noche, y mamá y yo, desde nuestras frescas camas, escuchábamos, escuchábamos. “Ahora camina por la calle Bell, siempre camina... nunca toma un carro... Ahora cruza el parque, ahora voltea en la esquina de Oakhurst y ahora...”.

Me incorporé en la cama. Allá abajo, en la calle, cada vez más cerca, vivos, rápidos, decididos... unos pasos. Ahora ante nuestra casa; en los escalones del corredor. Y los dos, mamá y yo, sonreímos en la oscuridad al oír la puerta de entrada, que se abre al reconocerlo, y lo saluda, y se cierra, allá abajo...

Tres horas más tarde hice girar suavemente la cerradura de la puerta del dormitorio de mis padres, reteniendo el aliento, en medio de una oscuridad tan inmensa como el espacio que separa los planetas, con la mano extendida hacia esa maleta negra abandonada a los pies de la cama. La tomé y corrí a mi cuarto, pensando: “No quiere hablarme de eso. No quiere que yo sepa”.

Y de la maleta salió el uniforme oscuro, como una nebulosa oscura, con algunas estrellas brillantes, aquí y allá, desparramadas sobre la tela. Apreté el vestido negro entre las manos febriles y respiré el olor del planeta Marte, un olor de hierro, y del planeta Venus, un olor de hiedra verde, y del planeta Mercurio, un aroma de azufre y fuego. Y pude sentir el olor de la luna blanca como la leche y la dureza de las estrellas. Metí el uniforme en una máquina centrífuga que había construido ese año en mi taller del colegio y la hice girar.

Pronto un polvo fino se precipitó en el fondo de la máquina. Puse el polvo bajo el lente de un microscopio, y mientras mis padres dormían confiadamente, y mientras la casa dormitaba con todos sus hornos, sus servidores y robots automáticos sumergidos en una modorra eléctrica, yo examiné atentamente las motas brillantes del polvo de los meteoros, de la cola de los cometas y del lejano planeta Júpiter. Y esas partículas de polvo eran como mundos que me atraían a través del microscopio, a través de un billón de kilómetros, con terroríficas aceleraciones.

Al alba, agotado por mi viaje, y con miedo de que me descubrieran, llevé el empaquetado uniforme al dormitorio de mis padres.

En seguida me dormí. Sólo me desperté una vez al oír el pito del camión de la lavandería que se detenía en el patio del fondo. Por suerte no esperé, me dije a mí mismo, pues dentro de una hora devolverían el uniforme limpio de mundos y travesías.

Me dormí otra vez, con el frasquito de polvo mágico en un bolsillo de la pijama, sobre el corazón palpitante.

Cuando bajé las escaleras, allí estaba papá, ante la mesa del desayu- no, mordiendo su tostada.

—¿Has dormido bien, Doug? —me preguntó, como si no se hubiese movido, como si no hubiese estado afuera de casa tres meses.

—Muy bien —le contesté.

—¿Unas tostadas?

Apretó un botón y la mesa del desayuno me preparó cuatro doradas tajadas de pan.

Recuerdo a mi padre aquella tarde. Cavaba y cavaba en el jardín como un animal que busca algo. Allí estaba, moviendo con rapidez los brazos largos y morenos, plantando, arando, cortando, podando, con el rostro siempre inclinado hacia la tierra, con los ojos puestos constantemente en su trabajo, sin alzarlos nunca hacia el cielo, sin mirarme, sin mirar ni siquiera a mamá, salvo cuando nos arrodillábamos a su lado y sentíamos que la tierra pasaba a través de nuestras ropas y nos humedecía las rodillas, y metíamos las manos entre los terrones oscuros, y no mirábamos el cielo brillante y furioso. Entonces papá lanza- ba una mirada, a la derecha o a la izquierda, hacia mamá o hacia mí, y nos guiñaba el ojo alegremente, y seguía inclinado, con el rostro bajo, con los ojos del cielo clavados en su espalda.

Aquella noche nos sentamos en la hamaca mecánica del corredor. Y la hamaca nos acunó, y levantó una brisa hacia nosotros, y cantó para nosotros. Era una noche de verano, y había claro de luna, y bebíamos limonada, y nuestras manos apretaban los vasos fríos, y papá leía los estereoperiódicos colocados en ese sombrero especial que uno se pone en la cabeza, y que cuando uno parpadea tres veces, vuelve las páginas microscópicas ante los lentes de aumento. Papá fumó algunos cigarrillos y me habló de cuando era niño, en 1997. Y después de un rato, me dijo, como en tantas otras noches:

—¿Por qué no juegas, Doug?

No dije nada, pero mamá respondió:

—Él juega otras noches, cuando no estás aquí.

Papá me miró, y luego, por primera vez en aquel día, alzó los ojos al cielo. Cuando papá miraba las estrellas, mamá lo observaba atentamente. El primer día, y la primera noche, después de alguno de sus viajes, papá no miraba mucho el cielo. Lo veo aún en el jardín, trabajando furiosamente, con el rostro pegado a la tierra. Pero la segunda noche papá miraba las estrellas un poco más. A mamá no le importaba mucho el cielo de día, pero de noche hubiese querido apa- gar todas las estrellas. A veces yo casi podía ver que mamá buscaba un interruptor eléctrico en el interior de su mente, pero nunca lo encontraba. Y a la tercera noche, papá se quedaba ahí, en el corredor, hasta que todos estábamos ya listos para acostarnos, y entonces yo oía la voz de mamá que lo llamaba, casi igual que a mí, cuando yo estaba en la calle. Y luego yo oía a papá que aseguraba el ojo eléctrico de la cerradura con un suspiro. Y a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, mientras papá extendía la mantequilla sobre su tostada, yo bajaba los ojos y veía la maleta negra a sus pies. Mamá se levantaba tarde.

—Bueno, hasta pronto, Doug —me decía papá, y nos dábamos la mano.

—¿Tres meses?

—Eso es.

Y papá se alejaba por la calle, sin tomar un helicóptero, o un bus, llevando debajo del brazo el uniforme escondido en la maleta. No quería parecer orgulloso exhibiéndose ante otros como un hombre del espacio.

Mamá bajaba a desayunar, sólo una tostada seca, una hora más tarde.

Pero ahora era de noche, la primera noche, la mejor, y papá no mi- raba mucho las estrellas.

—Vamos a la feria de la televisión —dije.

—Bueno —dijo papá.

Mamá me sonrió.

Y volamos a la ciudad en un helicóptero y le mostramos a papá mil espectáculos, para que no alzara la cabeza, para que nos mirara, y no mirara nada más. Y mientras nos reíamos con las cosas graciosas y nos poníamos serios con las cosas serias, yo pensaba:

“Mi padre va a Saturno y a Neptuno y a Plutón, pero nunca me trae regalos. Otros chicos con padres que también viajan en cohetes reciben minerales negros de Calisto, y fragmentos de meteoros oscuros, y arena azul. Pero yo tuve que reunir mi colección cambiando cosas con los otros chicos”. Yo tenía mi cuarto lleno de piedras de Marte y arenas de Mercurio, pero papá nunca me hablaba de eso. Una vez, recuerdo, papá le trajo algo a mamá. Plantaron en el jardín los girasoles marcianos, pero cuando papá llevaba un mes afuera, y los girasoles empezaban a crecer, mamá salió y los arrancó de raíz.

Sin pensarlo, mientras mirábamos una de las pantallas tridimensionales, le hice a papá la pregunta de siempre:

—¿Cómo es estar en el espacio?

Mamá me miró con ojos asustados. Pero ya era tarde.

Papá se quedó callado medio minuto, tratando de encontrar una respuesta. Al fin se encogió de hombros.

—Lo mejor de lo mejor —me dijo, y añadió mirándome con ansiedad—: Oh, no es nada, realmente. Rutina. No te gustaría.

—Pero siempre vuelves allá.

—Costumbre.

—¿Cuándo volverás a salir?

—Aún no lo he decidido. Lo pensaré.

Siempre lo pensaba. En aquellos días no abundaban los pilotos de cohetes y papá podía elegir el trabajo, podía trabajar en cualquier momento. Cuando llevaba tres noches en casa, papá buscaba y elegía entre varias estrellas.

—Vamos —dijo mamá—. Volvamos a casa.

Llegamos temprano. Quise que papá se pusiese el uniforme. No debí pedírselo —mamá se entristecía—, pero no pude dominarme. Insistí varias veces, aunque papá siempre se negaba. Nunca lo había visto vestido de uniforme. Al fin papá dijo:

—Oh, bueno.

Esperamos en la sala mientras papá subía en el tubo neumático. Mamá me miró con ojos extraviados, como si no pudiese creer que yo fuese su propio hijo. Aparté la vista.

—Lo siento —dije.

—No estás ayudándome —me dijo mamá—. Nada.

Un instante después se sintió el silbido del tubo neumático.

—Aquí estoy —dijo papá, serenamente.

Lo miramos. Se había puesto el uniforme.

El vestido era negro, y brillante, con botones de plata, y botas con adornos de plata. Parecía como si los brazos, las piernas y el cuerpo hubiesen sido arrancados de alguna nebulosa oscura. Unas débiles estrellitas brillaban apenas a través de la nebulosa. El vestido ceñía el cuerpo como un guante que ciñe una mano larga y fina, y tenía un olor a aire frío, metal y espacio. Tenía el olor del fuego y el tiempo.

Papá nos sonreía torpemente desde el centro de la habitación.

—Date vuelta —dijo mamá.

Los ojos de mamá miraban a papá como desde muy lejos.

Cuando papá salía de viaje, mamá no hablaba de él. Sólo hablaba del tiempo, o de que tenía que lavarme la cara, o de que no podía dormir. Una vez me dijo que la luz era muy fuerte de noche.

—Pero no hay luna esta semana —le dije.

—Entra la luz de las estrellas —me dijo.

Salí y compré unas persianas más verdes y más oscuras. Esa noche, mientras estaba acostado, oí cómo mamá las bajaba. Las persianas susurraron largamente.

Una vez quise cortar el prado.

—No —dijo mamá desde el umbral—. Guarda esa máquina.

El pasto creció libremente durante casi tres meses. Papá lo cortó cuando vino a casa.

Mamá no quería que yo arreglase la mesa que preparaba el desayuno, o la máquina lectora. No me dejaba tocar nada, lo guardaba todo para las navidades. Y luego venía papá y martillaba y remendaba, sonriendo, y mamá sonreía, feliz, a su lado.

No, ella nunca hablaba de papá mientras él estaba ausente. En cuanto a papá, nunca trataba de llamarnos a través de ese billón de kilómetros. Una vez nos dijo:

—Si los llamara, querría verlos. No podría vivir tranquilo.

Y otra vez papá me dijo:

—Tu madre me trata a veces como si yo no estuviese aquí, como si yo fuese invisible.

Yo ya lo sabía. Mamá miraba más allá de papá, por encima de su cabeza. Le miraba las mejillas, o las manos; pero nunca los ojos. Cuando lo hacía, los ojos de mamá se cubrían con un velo tenue, como un animal que va a dormirse. Mamá decía que sí en los momentos oportunos, y sonreía, pero siempre un poco tarde.

—No estoy para ella —decía papá.

Pero otros días mamá estaba allí y papá estaba para mamá, y se tomaban de la mano, y paseaban alrededor de la manzana, o salían en carro, y los cabellos de mamá flotaban en el aire como los de una chica, y mamá apagaba todos los aparatos de la casa y cocinaba para papá pasteles y tortas increíbles, y lo miraba fijamente con una sonrisa que era de veras una sonrisa. Pero al terminar esos días en que papá parecía estar allí para mamá, mamá siempre lloraba. Y papá, de pie, impotente, miraba a su alrededor como buscando una respuesta, pero no la encontraba nunca.

Papá giró lentamente, con su uniforme, para que pudiésemos verlo.

—Date vuelta otra vez —dijo mamá.

A la mañana siguiente papá entró en casa corriendo con un puñado de tiquetes. Tiquetes rosados para California, tiquetes azules para México.

—¡Vamos! —nos dijo—. Compraremos esas ropas baratas y una vez usadas las quemaremos. Miren, tomaremos el cohete del mediodía para Los Ángeles, el helicóptero de las dos para Santa Bárbara, y el avión de las nueve para Ensenada, ¡y pasaremos allí la noche!

Y fuimos a California, y paseamos a lo largo de la costa del Pacífico un día y medio, y nos instalamos al fin en las arenas de Malibú para comer mariscos en la noche. Papá se pasaba el tiempo escuchando o canturreando u observando todas las cosas, atándose a ellas como si el mundo fuese una máquina centrífuga que pudiera arrojarlo, en cualquier momento, muy lejos de nosotros.

La última tarde en Malibú, mamá estaba arriba en el hotel y papá estaba a mi lado acostado en la arena, bajo la cálida luz del sol.

—Ah —suspiró papá—. Así es. —Tenía los ojos cerrados. Estaba de espaldas, absorbiendo el sol—. Allá falta esto —añadió.

Quería decir “en el cohete”, naturalmente. Pero nunca decía “el cohete”, ni nunca mencionaba esas cosas que no había en un cohete. En un cohete no había viento de mar, ni cielo azul, ni sol amarillo, ni la comida de mamá. En un cohete uno no puede hablar con su hijo de catorce años.

—Bueno, oigamos esa historia —me dijo al fin.

Y yo supe que ahora íbamos a hablar, como otras veces, durante tres horas. Durante toda la tarde íbamos a conversar, bajo el sol perezoso, de mi colegio, mis clases, la altura de mis saltos, mis habilidades de nadador.

Papá asentía de cuando en cuando con un movimiento de cabeza, y sonreía y me golpeaba el pecho, aprobándome. Hablábamos. No hablábamos de los cohetes y el espacio, pero hablábamos de México, a donde habíamos ido una vez en un viejo carro, y de las mariposas que habíamos cazado en los húmedos bosques del verde y cálido México, un mediodía. Nuestro radiador había aspirado un centenar de mariposas, y allí habían muerto, agitando las alas, rojas y azules, estremeciéndose, hermosas y tristes.

Hablábamos de esas cosas, pero no de lo que yo quería. Y papá me
escuchaba. Sí, me escuchaba, como si quisiera llenarse con todos 36    los sonidos. Escuchaba el viento, y el romper de las olas, y mi voz, con una atención apasionada y constante, una concentración que excluía, casi, los cuerpos, y recogía sólo los sonidos. Cerraba los ojos para escuchar. Recuerdo cómo escuchaba el ruido de la cortadora de pasto, mientras hacía a mano ese trabajo, en vez de usar el aparato de control remoto, y cómo aspiraba el olor del prado recién cortado mientras las hierbas saltaban ante él, y detrás de la máquina, como
una fuente verde.

—Doug —me dijo a eso de las cinco de la tarde, mientras recogíamos las toallas y echábamos a caminar por la playa, hacia el hotel, cerca del agua—. Quiero que me prometas algo.

—¿Qué, papá?

—Nunca seas un hombre del espacio.

Me detuve.

—Lo digo de veras —me dijo—. Porque cuando estás allá deseas estar aquí, y cuando estás aquí deseas estar allá. No te metas en eso. No dejes que eso te domine.

—Pero...

—No sabes cómo es. Cuando estoy allá afuera pienso: “Si vuelvo a Tierra me quedaré allí. No volveré a salir. Nunca”. Pero salgo otra vez, y creo que nunca dejaré de hacerlo.

—He pensado mucho tiempo en ser un hombre del espacio —le dije.

Papá no me oyó.

—He tratado de quedarme. El sábado pasado, cuando llegué a casa, comencé a tratar de quedarme, con todas mis fuerzas.

Recordé su figura sudorosa en el jardín, y cómo había trabajado, y cómo había escuchado, y supe que había hecho todo eso para convencerse a sí mismo de que sólo el mar y los pueblos y el paisaje y la familia eran las únicas cosas reales, las cosas buenas. Pero supe también qué haría papá esa noche: miraría las joyas de Orión desde el corredor de la casa.

—Prométeme que no serás como yo —me dijo.

Titubeé.

—Muy bien —le dije.

Papá me tomó la mano.

—Eres un buen muchacho.

La comida fue magnífica esa noche. Mamá había corrido por la cocina con puñados de canela, y harinas y cacerolas y ruidosas sartenes, y ahora un pavo enorme humeaba en la mesa, con salsas, arvejas y pasteles de calabaza.

—¿En pleno agosto? —dijo papá, asombrado.

—No estarás aquí en navidad.

—No, no estaré.

Papá se inclinó sobre la comida, aspirando su aroma. Levantó las tapas de todas las fuentes y dejó que el vapor le bañara la cara tostada por el sol.

—Ah —exclamó ante cada uno de los platos. Miró la habitación. Se miró las manos. Observó los cuadros en las paredes, las sillas, la mesa. Me miró a mí. Miró a mamá. Se aclaró la garganta. Vi que iba a decidirse.

—¿Lily? —dijo.

—¿Sí?

Mamá lo miró a través de su mesa, esa mesa que había preparado como una maravillosa trampa de plata, como un sorprendente pozo de salsas, donde, como una antigua bestia salvaje que cae en un lago de alquitrán, caería al fin su marido. Y allí se quedaría, retenido en una cárcel de huesos de ave, salvado para siempre. Los ojos de mamá refulgían.

—Lily —dijo papá.

Vamos, pensé yo ávidamente. Dilo, rápido. Di que vas a quedarte, para siempre, y que ya no te irás nunca. ¡Dilo!

En ese momento el paso de un helicóptero estremeció la habitación y los ventanales se sacudieron con un sonido cristalino. Papa volvió los ojos.

Allí estaban las estrellas azules de la tarde, y el rojo planeta Marte que se elevaba por el este.

Papá miró el planeta Marte durante todo un minuto. Luego, como un ciego, extendió la mano hacia mí.

—Pásame las arvejas —me dijo.

—Perdón —dijo mamá—. Voy a buscar un poco de pan.

Corrió a la cocina.

—Pero si hay pan aquí, en la mesa —exclamé.

Papá no me miró y empezó a comer.

No pude dormir aquella noche. A la una de la mañana bajé a la sala.

La luz de la luna era como una escarcha en los techos, y la hierba cubierta de rocío brillaba como un campo de nieve. Me quedé en el umbral, vestido sólo con mi pijama, acariciado por el cálido viento de la noche. Y vi entonces a papá sentado en la hamaca mecánica, que se balanceaba suavemente. Su perfil apuntaba al cielo.

Miraba las estrellas que giraban en la noche, y los ojos, como cristales grises, reflejaban la luna.

Salí y me senté con él.

Nos hamacamos un rato. Y al fin le pregunté:

—¿De cuántos modos se puede morir en el espacio?

—De un millón de modos.

—Dime algunos.

—Los meteoritos. El aire se escapa del cohete. Un cometa que te arrastra. Un golpe. La falta de oxígeno. Una explosión. La fuerza centrífuga. La aceleración. El calor, el frío, el Sol, la Luna, las estrellas, los planetas, los asteroides, los planetoides, las radiaciones.

—¿Y dónde te entierran?

—No te encuentran nunca.

—¿A dónde vas entonces?

—Muy lejos. A un billón de kilómetros de distancia. Tumbas errantes. Así las llaman. Te conviertes en un meteoro o en un planetoide, y viajas para siempre a través del espacio.

No dije nada.

—Hay algo rápido en el espacio —dijo papá—. La muerte. Llega pronto. No se la espera. Casi nunca te das cuenta. Estás muerto, y eso es todo.

Subimos a acostarnos.

Era la mañana.

De pie en el umbral, papá escuchaba al canario amarillo que cantaba en su jaula de oro.

—Bueno. Lo he decidido —me dijo—. La próxima vez que venga a casa, será para quedarme.

—¡Papá! —exclamé.

—Díselo a tu madre cuando despierte —me dijo papá.

—¿Lo dices de veras?

Papá asintió muy serio.

—Hasta dentro de tres meses.

Y allá se fue, calle abajo, con su uniforme escondido en la maleta, silbando y mirando los árboles altos y verdes, y arrancando las moras al pasar rápidamente al lado de los cercos, y arrojándolas ante él mientras se alejaba entre las sombras brillantes de la mañana...

Cuando habían pasado algunas horas desde la partida de papá, le hice a mamá varias preguntas.

—Papá dice que a veces parece que no lo oyeras o que no pudieses verlo.

Y entonces mamá, serenamente, me lo explicó todo.

—Cuando empezó a viajar por el espacio, hace ya diez años, me dije a mí misma: “Está muerto. O lo mismo que muerto”. Así que pensé en tu padre como si estuviese muerto. Y cuando tu padre regresa, tres o cuatro veces al año, no es él realmente, sólo es un sueño, un recuerdo agradable. Y si el sueño se interrumpe o el recuerdo se borra, ya no puede dolerme mucho. Así que casi siempre me lo imagino muerto...

—Pero otras veces...

—Otras veces no puedo impedirlo. Preparo pasteles, y lo trato como si estuviese vivo; pero sufro mucho entonces. No, es mejor pensar que no ha vuelto desde hace diez años, y que ya nunca lo veré. Así duele menos.

—¿Pero no dijo que iba a quedarse la próxima vez?

—No. Está muerto. Estoy segura.

—Pero volverá vivo.

—Hace diez años —dijo mamá—, pensé: ¿Y si se muriese en Venus? No podríamos ver Venus otra vez. ¿Y si muriese en Marte? No podríamos ver Marte, tan rojo en el cielo, sin sentir deseos de meternos en casa y cerrar la puerta. ¿Y si muriese en Júpiter, Saturno o Neptuno? En las noches en que esos planetas brillan en lo alto del cielo no querríamos mirar las estrellas.

—Creo que no —le dije.

El mensaje llegó al día siguiente.

El mensajero me lo dio, y yo lo leí, de pie, en el corredor. El sol se ponía. Mamá me miraba fijamente desde el otro lado de las venatanas. Doblé el mensaje y me lo guardé.

—Mamá —dije.

—No me digas nada que yo ya no sepa —me dijo mamá.

Mamá no lloró.

Bueno, no fue Marte, ni Venus, ni Júpiter ni Saturno. Cuando Marte o Saturno se levantasen en el cielo de la tarde no tendríamos que pensar en papá.

Se trataba de algo distinto.

La nave había caído en el Sol.

Y el Sol era enorme, y ardiente, e implacable. Y estaba siempre en el cielo. Y uno no podía alejarse del Sol.

Así que durante mucho tiempo, después de la muerte de papá, mamá durmió de día y dejó de salir. Desayunábamos a medianoche y almorzábamos a las tres de la mañana y comíamos bajo la luz fría y pálida de las primeras horas del alba. Íbamos a los espectáculos nocturnos y nos acostábamos al amanecer.

Y durante mucho tiempo salimos a pasear sólo en los días de lluvia, cuando no había sol.

miércoles, 5 de abril de 2017

Los 5 mejores sistemas educativos del mundo

Fuente: Clarín

Las fórmulas del éxito escolar son variadas y dependen de una combinación de múltiples factores: la capacitación docente, la inclusión de la tecnología en el aula, la contención emocional, entre otras tantas cuestiones, y todo esto bajo el ala de la inversión económica como apuesta fuerte al futuro. Estos son los 5 sistemas que elegimos destacar:
1. Finlandia
El modelo educativo finlandés es uno de los protagonistas del genial documental de Michael Moore “¿Qué invadimos ahora?”. Este modelo se caracteriza por ser exigente en un aspecto pero más flexible en otro. Los alumnos tienen 5 horas de clases y no se llevan tareas a su casa, por lo que los chicos tienen mucho tiempo para usar en actividades extracurriculares que los estimulen y seduzcan sus intereses individuales. Los salones tienen espacios de juego y están decorados para estimular al máximo la creatividad. Nada de salones grises y barrotes. ¡Mirá el video!


2. Corea del Sur
El modelo educativo de Corea del Sur se caracteriza por gestionar un ambiente en el que se promueve una alta competitividad entre los alumnos. Es muy estricto y riguroso. Uno de los principios que rigen este sistema es estimular el estudio como medio para alcanzar el crecimiento económico del país. Su lema es: “Si eres el primero en la clase, lo serás en la vida”. Los resultados que se obtienen son positivos. El gobierno destina casi el 7% del PBI a la educación. Lo que se critica de este sistema, apoyado en los altos niveles de exigencia de la sociedad surcoreana en todas las áreas, es el estrés y la competitividad que a veces dejan de lado otras cuestiones emocionales que también son importantes para el desarrollo de niños sanos, activos y felices.

3. Japón
Este sistema, como el surcoreano, se caracteriza por un grado alto de competitividad entre los alumnos. Se estudia muchas horas y los deberes son habituales. La particularidad es que, además de asistir a clases, los alumnos tienen que realizar tareas de servicio dentro de la escuela y en la ciudad. Esto les inculca una gran valoración del trabajo desde pequeños y un sentido de comunidad. Se desarrollan actividades culturales y artísticas múltiples y se focaliza en la habilidad para resolver problemas con juicio crítico. La educación es mayoritariamente pública y gratuita.

4. Holanda
Holanda invierte en educación, las escuelas privadas reciben fondos del Estado para ejercer su labor educativa. Entre los pilares se encuentran: la igualación de todos los sectores económicos y etnias a través de la tecnología (todos tienen acceso al mundo digital); el desarrollo del sentido crítico; promoción cultural y aprendizaje de otras lenguas. Más que memorizar, se enseña a “aprender a aprender”. Fomentar la colaboración, la independencia y el uso de las tecnologías y las manera lúdicas de acercarse a las asignaturas.
5. Canadá
Los alumnos tienen la posibilidad de que sus clases se dicten en francés o en inglés, gracias a que Canadá es considerado uno de los países líderes en educación bilingüe. Los chicos estudian de manera obligatoria desde los 5 o 6 años y hasta los 18. Se da atención personalizada al alumnado inmigrante y se focaliza en la aceptación de la diversidad en el aula. La educación social y emocional tiene como horizonte prevenir las situaciones de agresión y acoso escolar. Canadá tiene uno de los índices de graduados de universidades más altos del mundo.

Perfeccionamiento docente


   Octubre 2015

El artículo seleccionado corresponde al CAPITULO XXVI: DEL PERFECCIONAMIENTO DOCENTE, artículo 171° y 171 DR.

Es preciso reconocer que la formación docente no comienza y finaliza con la formación en el profesorado de cuatro años de duración.  La formación docente constituye un proceso continuo de preparación.

El mundo que rodea tanto a docentes como a alumnos cambia rápidamente, los contextos sociales, políticos, económicos y culturales sufren modificaciones constantes tanto a nivel local como a nivel global. En otras palabras, el mundo al que los profesores preparan a sus estudiantes, cambia precipitadamente y las habilidades requeridas evolucionan de igual manera. Por lo tanto, ningún proceso de formación docente puede ser suficiente para preparar a un profesor para una carrera de treinta o cuarenta años.

En efecto, es importante que el desarrollo profesional sea continuo para que los profesores (junto con otros profesionales y en concordancia con la misma institución escolar) puedanmejorar sus competencias y conocimientos, manteniéndose actualizados.

Elegí este artículo porque considero importante que el docente en todo momento reflexione sobre su propia práctica, sobre su formación y sobre el papel que desempeñan los profesores en la formación de los estudiantes como ciudadanos críticos y activos. Y porque además, considero que esta reflexión no puede llevarse a cabo sin la correspondiente actualización tanto de los conocimientos como de las políticas educativas.

Destaco, a continuación, un artículo de la Ley Nacional que refleja lo antedicho:

ARTÍCULO 71.- La formación docente tiene la finalidad de preparar profesionales
capaces de enseñar, generar y transmitir los conocimientos y valores necesarios
para la formación integral de las personas, el desarrollo nacional y la construcción
de una sociedad más justa. Promoverá la construcción de una identidad docente
basada en la autonomía profesional, el vínculo con la cultura y la sociedad
contemporánea, el trabajo en equipo, el compromiso con la igualdad y la confianza
en las posibilidades de aprendizaje de los/as alumnos/as.

Por otro lado, el Estatuto Docente, en el artículo 171°, postula que: “la Dirección General de Cultura y Educación estimulará y facilitará la superación cultural, técnico profesional y la capacitación del personal docente y aspirante en todos los niveles y modalidades…”.Considero que es importante que, el docente durante su continua formación, revalorice su rol poniendo sobre la mesa aquellas cuestiones que deben ser debatidas y que hacen al mejoramiento en la calidad del trabajo del profesor.

 Coincido con Henry A. Giroux en su artículo denominado “Los profesores como intelectuales transformativos” cuando sostiene que es necesario analizar la tendencia que reduce a los profesores a la categoría de técnicos especializados dentro de la burocracia escolar. Según esta visión, por ejemplo,  los docentes en vez de asimilar críticamente los programas curriculares para ajustarse a las preocupaciones pedagógicas específicas, sólo procuran cumplir con ellos.

Al igual que el autor, considero que es necesario defender a los profesores como intelectuales transformativos y agentes autónomos que combinan la reflexión, la práctica académica, la autocrítica necesaria con respecto a la naturaleza y la finalidad de la preparación del profesorados y su formación continua con el fin de educar a los estudiantes para que sean ciudadanos reflexivos y activos.

La salvación

               Marzo 2017

Texto publicado en Ángela Pradelli (2013). El sentido de la lectura. Buenos  Aires. Paidós.
La historia de Miguel Rottemberg.

Polonia, 1926, un joven judío es llamado a hacer el servicio militar, que consistía en tres años para los arios y cinco o más para alguien llamado Abraham Isaac. Lo espera una vida dura y llena de agravios, ¿cómo salvarse del destino? A las pocas semanas de estar en el ejército decide pegarse un tiro en el dedo meñique mientras limpia un arma y fingir un accidente. El médico del ejército observa la pólvora que rodea su mano y después de vendarle el dedo le dice: “Suerte que no soy lo suficientemente antisemita para delatarte, seguí haciendo el servicio militar”.

El suicidio del conde de la comarca hace que la condesa pida, privilegio de los nobles, una docena de soldaditos rasos para los quehaceres domésticos.

-Vos, judío, ¿qué sabés hacer? – le dice el superior.
-Sé arreglar tractores y tengo muy buena letra- contesta Abraham.
-Legible- dice después la condesa-, y muy hermosa por tratarse de un judío.

El destino quiere entonces que mi padre pase directamente al escritorio de la noble para mandar misivas, sobres y además servir el vino en las mesas donde la condesa se reúne, entre otros, con altos mandos del ejército polaco. A veces mi padre ayuda también a llevar al lecho a alguno pasado de alcohol. La vida no es tan dura, las sobras de los banquetes son un manjar para un judío acostumbrado a papas y a sopa de remolacha. Después de cinco años, mi padre es ascendido a cabo y solicita a la condesa que le dé la baja. Tres años más tarde, la condesa recuerda a aquel joven de tan buena letra, lo manda llamar y le dice que lo necesita por un corto tiempo, hasta encontrar otra persona que tenga dotes parecidas para la escritura. Los militares polacos ya acostumbrados a este joven judío que tantas veces les sirve se olvidan de él y mi padre parece ya constituir parte del mobiliario, de modo que, un poco por eso y además también por el alcohol ingerido, comienzan a contar secretos militares sin mayor cuidado. Algunos ya presumen de la inminente invasión a Polonia. Incluso manifiestan cierta simpatía por el invasor, y desde luego se regocijan por el terror desatado hacia los judíos, la barbarie convertida en hechos jocosos, los campos de concentración. Sueñan para Polonia igual suerte. Una Polonia libre de comunistas, judíos y gitanos.

Mi padre solicita a la condesa que lo deje volver a su hogar, a su joven esposa y su pequeño hijo. De regreso, cuenta los horrores que ha escuchado.

Mi padre nunca demostró desapego hacia cosas materiales, pero en esta oportunidad, insiste en emigrar. ¿Hacia dónde? Argentina, allí ya viven dos hermanos. Discute con mis abuelos y tíos. Ellos sostienen que los alemanes no pueden ser tan bárbaros, que en la Primera Guerra Mundial mi abuelo murió molido a golpes por los rusos por esconder una vaca justamente como alimento para los alemanes. Los polacos, ya con los alemanes casi en la puerta, comienzan a confiscar todas las casas de los judíos. Sí, mis padres tendrán que irse con lo puesto, insiste mi abuelo deseoso de retener a su hija. 

Nos vamos en 1938, meses antes que entraran los alemanes. Años después nos enteramos de que al segundo día de la entrada de los alemanes, ante una Polonia que opone escasa resistencia, mis abuelos, junto con todos los hombres mayores del pueblo, son fusilados en el cementerio de las afueras. Mi tía, una mujer joven y bella, se suicida junto con otras cuando es llevada a un burdel. Solo logra salvarse un cuñado que escapa con los rusos y del cual nunca sabremos nada.

Llegamos a la Argentina después de treinta y cinco días. El barco fue hundido por los alemanes a su regreso.

Aunque conocí este episodio cuando ya tenía una primera versión del libro, la historia bien podría haber sido un punto de partida para escribir estas meditaciones. Mi proyecto de escritura habría podido surgir de este relato triste y hermoso a la vez. La historia narrada por Miguel Rottemberg bien podría haber sido la plataforma de este libro. Cuando Rosa Rottemberg me contó la historia de su abuelo Abraham, un soldado judío que gracias a la lectura y la escritura salva su vida, la de su mujer y la de su pequeño hijo, no pude evitar pensar en el oficio de su nieta editora. ¿O la edición no tiene esa misma pulsión? ¿Cuántas veces los libros, como las palabras al soldado judío, nos salvaron la vida? Leer y escribir  fueron los puentes gracias a los cuales el soldado escapó de la muerte y la tortura que le podría haber significado, a él y también a su mujer y su hijo, permanecer en Polonia.  Que su nieta haya elegido un oficio mediante el cual los lectores tomamos contacto con los libros, de alguna manera, no solo reedita aquel milagro de la salvación sino que además justifica este libro y revela uno de los sentidos de la lectura. Estas historias, aun cuando estemos ajenos a ellas, siguen latiéndonos en la sangre. Me refiero no solo a la sangre de cada cuerpo sino también, me gusta pensarlo así, a la sangre social, el líquido vital que circula en la sociedad y que, aunque vivamos nuestras vidas ignorándolo, es un flujo que nos corre por venas y arterias. En lo que hoy somos y hacemos hay mucho por descubrir de los que pasaron por aquí antes que nosotros y dejaron sus marcas en un camino que con el tiempo sería también el nuestro.

¿Qué línea secreta y poderosa une nuestras experiencias con las de nuestros padres y abuelos? ¿De qué manera esas marcas traumáticas a veces, trazan ya un camino que recorreremos en nuestros oficios, profesiones y modos de vivir? La nieta de aquel joven soldado que logró salvar su vida editará libros, tablas de salvación para muchos de nosotros. El hecho de que la historia apareciera, como dije, después de que la primera versión de estas meditaciones estuviera ya escrita no hace sino reforzar la tesis de la cual nacen estos pensamientos. De alguna manera, sentí que la historia de Abraham Isaac Rottemberg, ocurrida en las primeras décadas del siglo XX, que venía a buscarme ahora y me encontraba escribiendo estas reflexiones sobre la lectura, me había  guiado no obstante, a ciegas y con la fuerza que tiene la intuición, durante toda la escritura.

La complejidad de la lectura no se agota en la significación de los textos lingüísticos. Por el contrario,  hay una multiplicidad de escenas, imágenes, gestos, que debemos abordar con la lectura y que si bien ahondan las dificultades, también completan los sentidos. Sus contenidos vienen del mundo personal y se leen en la intimidad de los vínculos. Pero vienen también del mundo político, social, laboral, económico, etc. Todo es una lectura, y todos somos, a su vez, la lectura que los otros pueden hacer de nosotros mismos. La diversidad de los mensajes, de los códigos, de los registros nos hace tropezar con la multiplicidad de significados y nos obliga a decidir nuestras interpretaciones, al mismo tiempo que un universo de posibilidades explota a nuestro alrededor. A cada paso que damos se abren para nosotros infinitas lecturas. Las lecturas de los cuerpos, de las voces, del paisaje, de los pueblos y países, de los cantos, la lectura de los jardines.

Frágiles como somos, sin embargo, la pregunta sobre cómo salvarnos del destino nos llevará a descifrar signos y construir sentidos para tratar de que el mundo no se quiebre.

Leer, como escribir y narrar, es siempre una creación, y podría definirse como una poética de la seda, esa fibra natural  formada por proteínas que tiene muchos y diferentes usos, y que se aplica no solo en prendas sino incluso en la construcción de nidos. La seda, como la lectura, tiene unas de las fibras más fuertes y refleja la luz desde diferentes ángulos; es resistente y cuando sus tejidos se estiran, son las mismas proteínas las que transmiten fuertes lazos que impiden su ruptura.

---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---*---


¿Qué podemos responder los docentes cuando nuestros alumnos nos preguntan "¿para qué tenemos que leer?". Y ni hablar cuando les pedimos que escriban. Les rogamos por una oración más, por una anécdota más, por un sentimiento más. Pero ellos siempre responden: "¿Para qué tenemos que escribir?".
¿Les decimos  "...para saber escribir bien"? ¿Les decimos "para saber comprender lo que lees?" 
Hace poco leí en un libro que paradójicamente se llama Cosas que nadie sabe el testimonio de un docente ante aquél tipo de preguntas por parte de sus alumnos. Decía que "no leemos La Odisea porque haya que conocerla, porque figure en el Diseño Curricular o porque un ministro lo haya decidido. La leemos para amar más al mundo porque solo quien sabe leer una historia sabe comprender lo que le pasa; porque solo quien sabe leer a un personaje sabe leer las páginas del corazón de un amigo, de una amiga, de un novio..."
Tenemos que leer para conocernos más. A nosotros, a otros que pasaron por aquí antes que nosotros, a nuestros padres o a nuestros hijos. Tenemos que leer para conocer otros paisajes, otras culturas, otras lenguas. Tenemos que leer porque una lectura puede salvarnos la vida.
Y entonces, ¿Por qué tenemos que escribir? Para contar nuestra historia. Aunque sea triste, aunque sea feliz. Y para que otros puedan leerla (y comprenderla, claro está). Y así, descubrir 
que las letras pueden salvarnos la vida...
que podemos amar (conocer) al mundo...
y que podemos conocer (amar) a nosotros mismos...

lunes, 3 de abril de 2017

Reflexiones y Propuestas

Noviembre 2014 

Este año tuvimos la oportunidad de observar algunas clases de la materia “Prácticas del lenguaje” en un curso de segundo año de secundario. La actividad formaba parte de las propuestas de trabajo de la materia “Práctica Docente II”. A continuación se exhibirán las correspondientes reflexiones que la experiencia hizo posible.
Es inevitable comenzar a narrar desde otro lugar que no sea desde el principio, es decir, desde nuestra entrada al aula. Luego de habernos presentado frente a la docente del curso –junto con dos compañeras del profesorado o “parejas pedagógicas”- nos dirigimos hacia el interior de aquél espacio tan familiar para nosotras pero tan inquietante y enigmático para cualquiera que se esté preparando para ser docente.
Cuando uno ingresa al aula, respira otro aire porque ingresa a otro mundo. Un mundo donde se conjugan todos los conocimientos que adquirimos hasta ese momento junto con un millón de dudas e incertidumbres. “¿Cómo nos recibirán los pibes?”, “¿Por qué nos miran tanto?”, “¿Qué decir, que hacer?”. Sin embargo, instintivamente todos los seres humanos tenemos esa capacidad innata de saber acoplarnos a los espacios, a los tiempos y a las situaciones. Por eso, dejamos que cada paso nuestro, físico y simbólico, se desarrollara con naturalidad, sin forzar nada, y, por sobre todas las cosas, con la correspondiente actitud para afrontar esos primeros pasos –siempre los más difíciles- dentro del aula.
Una vez acabada la presentación de estas “extranjeras” que supimos ser para aquellos alumnos de segundo año, la profesora procedió con el inicio de la clase. Y nosotras con el desarrollo de esta grata experiencia.
El primer problema que se nos presentó, sin lugar a dudas, fue encontrar una respuesta concreta a la siguiente pregunta: ¿Qué observar? No podíamos dejar de pensar en esto y en la posibilidad de estar mirando algo realmente interesante y al mismo tiempo, estar perdiendo de vista algo tan o más atrayente aún. Más tarde, encontraríamos una especie de respuesta ampliada a este problema con un capítulo de un texto sobre la observación de clases, llamado “La observación: educar la mirada para significar la complejidad”. Sin embargo, mientras tanto, nos propusimos dejarnos llevar por nuestra esencia y que ella nos conduzca a la difícil actividad de focalizar.
Pronto nos dimos cuenta que nuestra subjetividad, que es el cúmulo de conocimientos, experiencias, prejuicios, costumbres, modos de ser y modos de actuar propios, influyen en nuestra mirada. Por lo tanto, resultaba prácticamente imposible realizar una mirada completamente objetiva acerca de lo que los alumnos hacían o decían o acerca de lo que la docente hacía o decía. La clave siempre estuvo en, por un lado, no limitar la mirada sino aprender a focalizar y a estar siempre dispuesto a ver más y, por otro lado, a no quedarnos con los preconceptos que llevamos al aula sino estar predispuestos a construir nuevos sentidos, porque al observar también construimos conocimiento y experiencias.
Lo demás, vino sólo. No sólo nos limitamos a completar aquellas categorías requeridas por la ficha de observación de clase, sino que dejamos a nuestra lapicera salirse más allá del límite de la hoja para retratar momentos sumamente enriquecedores. Como el diálogo que se generó entre una alumna y la docente con motivo de la proximidad de los festejos por el día del estudiante:
Docente: A ver, chicos. Les hago una pregunta. ¿Ustedes se sienten estudiantes?
Alumna: No, porque somos burros. Debería existir el día del burro.
Docente. No. No estoy de acuerdo. Creo yo que un buen alumno no se mide por interpretar o no un texto o por ser el mejor en hacerlo. Sino aquél que le imparte dedicación, tiempo y esfuerzos al trabajo con un texto determinado y el respectivo conocimiento adquirido.
El pasaje anterior nos brinda una gran clave: en el aula, y esto forma parte de la ampliación de nuestra mirada, no sólo fluyen conocimientos, estudiantes que aprenden y docentes que enseñan. También fluyen momentos para desarrollar el pensamiento. Es muy importante que el observante no se limite a observar aquello que viene a buscar sino que esté abierto a los obsequios que la vida en el aula le puede llegar a brindar.
En el caso del microdiálogo retratado anteriormente, se observó como la docente les brindó herramientas a los alumnos para que ellos las tomen y reflexionen. En este caso en particular, sobre el concepto que tienen los alumnos de ellos mismos, es decir, sobre lo que significa ser alumno o ser estudiante.
El docente no se debe limitar a impartir conocimiento, a depositar saberes en los alumnos. Debe brindar las oportunidades para que el conocimiento se pueda construir, por qué no, a partir de un acto reflexivo. Porque, en definitiva, el alumno que adquiere el hábito de la reflexión se dará cuenta de que ser estudiante es más que ser inteligente o capaz. Ser estudiante también es tener una identidad, es ser sujetos en formación que se forman entrando en relación con los demás.
La docente que nosotras tuvimos la oportunidad de observar, sin lugar a dudas, tuvo muy en cuenta lo afirmado anteriormente. La modalidad de trabajo en el aula siempre fue dinámica y flexible. En todo momento y lugar, la profesora dio lugar a las expresiones e inquietudes de los alumnos, pero, fundamentalmente, a la posibilidad de construir el conocimiento conjuntamente.
Observamos que, la introducción a los temas nuevos por parte de la docente, siempre fue útil y pertinente para que los estudiantes puedan relacionar los conocimientos que ya poseían con los nuevos. Tal es el caso, por ejemplo, al trabajar el resumen como técnica de estudio, a través de diferentes plataformas vistas a lo largo del año: resúmenes de capítulos de la novela “El túnel de los pájaros muertos” de Marcelo Birmajer, resúmenes e ideas principales de textos expositivos explicativos sobre internet y redes sociales e incluso resúmenes orales o comentarios sobre lo leído.
A su vez, otros de los puntos fuertes de la docente fue incentivar a los alumnos para que participen activamente, alentarlos tanto en la resolución de actividades escritas como orales y acompañarlos en su desarrollo autónomo. Además, en ningún momento se descuidó los aspectos normativos y convivenciales: siempre dispuso a los estudiantes las normas de comportamiento en el aula así como el correcto uso del vocabulario dentro de la misma.
Todos estos aspectos son sumamente importantes para el pleno desarrollo de una clase. Sin embargo, a modo de propuesta, y siempre tendiendo hacia el acto reflexivo, los alumnos deberían autocuestionarse y preguntarse, por ejemplo, por qué es necesario un correcto manejo del vocabulario en el aula o la importancia que tiene saber resumir. Todo tiene una finalidad que resulta importante, si uno es docente, poder reflexionar sobre esto mismo con los alumnos y no exigirles que hagan algo porque sí o porque se les pide una nota para poder aprobar la materia.
Una de las hipótesis mantenidas durante las primeras observaciones, y que fue confirmada hacia el final, fue el carácter constructivista del proceder docente. Es menester aclarar que las hipótesis surgen no sólo de las observaciones sino que uno puede poseerlas desde el minuto cero. Lo importante, es establecerlas y brindar el seguimiento correspondiente hasta que sean contrastadas o no. En este caso, los puntos tratados anteriormente nos permitieron comprobar que, efectivamente, la docente supo entregar a los alumnos las herramientas necesarias para una auténtica construcción del conocimiento. Es decir, se pudo observar el correspondiente andamiaje del docente, esta especie de apoyo hacia el alumno – aunque también se alentó al apoyo del tipo alumno- alumno para que pueda utilizar una estrategia cognitiva que les permitiera desarrollar su potencial.
Otro aspecto a destacar, que fue constatado a lo largo de las observaciones, fue el tratamiento de los contenidos. La profesora, nos permitió acceder a la planificación anual, con lo cual pudimos ver no sólo los contenidos sino también los objetivos de aprendizaje, los objetivos de enseñanza, las secuencia didácticas y las formas de evaluación. Durante el período de observaciones pudimos ver cómo los contenidos eran trabajados en clase. A su vez, las clases expositivos explicativas fueron muy pocas, porque lo que siempre trató la docente fue de dialogar con los alumnos y a partir de sus respuestas y dichos, llevar adelante la clase.
En cuanto a las actividades, éstas fueron muy variadas y de diferente dificultad. En primer lugar, tendieron a la práctica tanto de la oralidad, como de la escritura y la lectura. En segundo lugar, las consignas siempre fueron clarificadas en todo momento. Tal vez haya habido un exceso en cuanto al tiempo dispuesto para la explicación de las consignas, sin embargo puede atribuirse a que el grupo aún no estaba preparado para un trabajo profunda y decididamente autónomo – aunque hacia el final, la docente les remarcó a sus alumnos la necesidad de trabajar en este aspecto-.
Existió un último asunto, que fue imposible no ver. En charlas con los alumnos –en otras oportunidades, no precisamente en esta experiencia pero sí en nuestra experiencia como estudiantes del profesorado- , éstos no han dicho que ser un buen docente, entre otras cosas, significa también simplemente asistir a clases a horario y no poseer una índice de inasistencia alta. Consideramos que las observaciones también sirven para ver el grado de compromiso docente para con su actividad.
Más allá de los motivos, los jóvenes constantemente tienen como ejemplo a los adultos y si éstos, como modelos a seguir que son, no desempeñar ese rol como corresponde, les será difícil demandar aquello que los alumnos no han podido aprender.
Durante nuestro período de observaciones, fuimos testigos de dos licencias y algún par de faltas por pare de la docente. Fuimos testigos de ese vacío simbólico que significa dejar un grupo de alumnos a la deriva. Más allá de toda justificación, la realidad indica que los ritmos se pierden, los conocimientos quedan en el olvido y lo que es aún peor, lo alumnos esperan impacientes durante mucho tiempo el resultado de alguna que otra evaluación sin obtener respuestas. A veces con el compromiso docente no alcanza, y el estado –ministerio de educación- debería ser capaz de que, por ejemplo, las suplencias se establezcan rápido o que los alumnos puedan realizar diferentes actividades complementarias en hora libre.
En conclusión, la experiencia de observar concluyó de manera satisfactoria. Sentimientos encontrados nos inundaron de repente junto con muchas dudas y certezas. Pero por sobre todo, la conciencia de que al final, ya no éramos las mismas que al principio, cuando observar era sólo observar y no observar para encontrar significados.